Las leyes de las crisis capitalistas

I.- Las crisis capitalistas cíclicas no son un contratiempo en un ilimitado camino de progreso, ni producto de los excesos descontrolados del capitalismo salvaje. Están determinadas por las leyes que rigen el desarrollo capitalista, y por ello son inevitables. Las contradicción, antagónica e irresoluble, que alberga en su seno el capitalismo entre el carácter cada vez más social de la producción y la apropiación privada de la riqueza provoca las crisis. Y en su gestación confluyen dos leyes tan inevitables para el desarrollo capitalista como contradictorias entre sí: la que iguala el precio de las mercancías a su coste de producción y la tendencia al descenso de la cuota de ganancia a medida que aumenta la masa, el número y el volumen de los capitales. Llegados a un determinado grado, el medio inevitable para el desarrollo capitalista –el avance permanente de las fuerzas productivas- se rebelan contra las mismas condiciones de existencia del capital –que exigen su revalorización permanente-, abriendo un periodo de crisis.

A derecha e izquierda, las ideas dominantes coinciden en negar que las crisis cíclicas sean un atributo genético del capitalismo. Para los teóricos de la derecha, la capacidad de “regeneración” del capitalismo, la expansión de la globalización, permitiría alcanzar una “autorregulación” que dejara atrás las crisis, consideradas una enfermedad propia de un estadio anterior de desarrollo del capitalismo. Para muchos sectores de la izquierda, las crisis serían consecuencia de los excesos de un capitalismo salvaje, donde hace y deshace a su antojo un capital financiero altamente especulativo. Según estas ideas, sería posible –dentro del régimen capitalista- alcanzar un “desarrollo armónico y sostenible”, sometiendo a control al capital especulativo, que dejara en el pasado las crisis capitalistas y sus consecuencias. Nada de esto es posible. Las mismas condiciones en que necesariamente se debe desarrollar la producción capitalista conducen inevitablemente a las crisis cíclicas.

Las crisis capitalistas cíclicas no son un contratiempo en un ilimitado camino de progreso, ni producto de los excesos descontrolados del capitalismo salvaje. Están determinadas por las leyes que rigen el desarrollo capitalista, y por ello son inevitables.

En el capitalismo sólo se produce con el objetivo de obtener ganancias, revalorizando –de la forma más acelerada posible- el capital. Las relaciones entre el capital y el trabajo asalariado permiten la ganancia capitalista, plasmada en las horas de trabajo no remuneradas –la plusvalía- que alberga cada mercancía. Pero realizar de forma efectiva esa plusvalía exige vender esas mercancías, en un mercado donde entra en competencia con otros capitalistas.

Cada capitalista busca, en competencia con otros capitalistas, copar la mayor parte posible del mercado para sus mercancías. Para ello debe vender más barato que el rival. Y sólo es posible hacerlo sin arruinarse disminuyendo los costes de producción, es decir rebajando el valor, haciendo que cada mercancía suponga menos horas de trabajo socialmente necesario.

Para ello debe aplicar una cantidad mayor de fuerzas productivas: desarrollando la maquinaria y aplicándola a una mayor escala, elevando la organización social del trabajo, procediendo a nuevas divisiones del trabajo…

Con estas innovaciones, el capitalista consigue una ventaja respecto a sus rivales. Rebajando sustancialmente el coste de producción puede vender las mercancías por encima de lo que a él le cuesta producirlas, pero por debajo de lo que le cuesta a otros capitalistas. Obteniendo así durante un determinado periodo unas superganancias, que le permiten revalorizar e incrementar su capital a un ritmo superior al de sus rivales, acumular más capital –a través del proceso de desarrollo de las fuerzas productivas acometido- y concentrar capital, desalojando del mercado, total o parcialmente, a sus rivales. Pero este proceso –imprescindible para el desarrollo capitalista- acaba por crear peores condiciones generales para la revalorización del capital. La competencia determina que las innovaciones se generalicen rápidamente, igualando el precio de las mercancías con el nuevo coste de producción. Y el proceso vuelve a comenzar, pero esta vez desde un coste de producción más bajo, que cuesta más abaratar. Al mismo tiempo, desarrollar las innovaciones y el salto en las fuerzas productivas que impone la competencia, exige masas cada vez mayores de capital. Y el aumento momentáneo en la tasa de ganancia que generan las innovaciones atraen a un mayor número de capitales, creando una concentración exagerada en ese sector o rama de la producción.

El aumento en el tamaño y magnitud de los capitales que impone la competencia va a provocar la paradoja de que aumente la masa total de ganancia al mismo tiempo que decrece la tasa de ganancia. El incremento y la concentración de los capitales permiten que se apropien de más horas de trabajo no remuneradas, aumentando la masa global de plusvalía, es decir de ganancia capitalista. Pero para hacer eso ha debido invertir –es decir transformar en capital- enormes sumas de dinero, se ha visto obligado a desarrollar sustancialmente las fuerzas productivas. En ese camino, la proporción de capital constante –imprescindible para no ser arrollado por la competencia, pero improductivo, es decir incapaz de agregar nuevo valor- aumenta en proporción con la que corresponde al capital variable –el que se destina a comprar fuerza de trabajo, la única mercancía que puede crear valor, cuya explotación es la fuente de toda ganancia capitalista-. Por eso –independientemente de que aumenten los beneficios, es decir la plusvalía- disminuye la tasa de ganancia –es decir la revalorización del capital- al menguar la proporción del capital variable en la composición global del capital.

Con una menor tasa de ganancia, para mantener el montante de esa ganancia o incrementarla es obligatorio acumular más capital. Lo que a su vez vuelve a provocar un descenso de la tasa de ganancia. Traspasado un determinado umbral, el descenso en la cuota de ganancia entra en contradicción con el mismo fundamento de la producción capitalista, que no es otro que la revalorización del capital. Se genera entonces un capital “sobrante”, que debe ser destruido para que pueda recuperarse la tasa de ganancia que permita al capital seguir revalorizándose explotando la fuerza de trabajo. Una vez restablecido el “equilibrio” que interesa al capital, se entra en otro momento de “prosperidad”, pero donde las mismas leyes que han provocado la anterior crisis siguen actuando para desatar otra en una escala mayor. Por eso las crisis capitalistas son cíclicas, porque están engendradas e impulsadas por el mismo ciclo de desarrollo del capitalismo.

La ley que iguala el precio de las mercancías a su coste de producción y la tendencia a la disminución de la tasa de ganancia conforme aumenta la magnitud de los capitales en liza, son pues los dos extremos en lucha de una contradicción inherente al capitalismo: su mismo medio imprescindible de desarrollo –el avance permanente de las fuerzas productivas- entra en colisión con las condiciones de existencia del capital –su revalorización permanente-. Por eso Marx plantea en el Manifiesto Comunista que “las modernas fuerzas productivas se rebelan contra el régimen vigente de producción, contra el régimen de propiedad, donde residen las condiciones de vida y de predominio político de la burguesía. Las fuerzas productivas no sirven ya para fomentar el régimen burgués de propiedad, son ya demasiado poderosas para servir a este régimen, que embaraza su desarrollo. Las condiciones sociales burguesas resultan ya demasiado angostas para abarcar la riqueza por ellas producida”.

Bajo otras condiciones diferentes a las del dominio del capital, las fuerzas productivas podrían desarrollarse de forma ilimitada. Pero desde las exigencias de revalorización del capital en determinados momentos existen “demasiadas” fuerzas productivas, “demasiados” medios de producción, y se procede a su destrucción para así asegurar su fin sagrado: la revalorización del capital.

II.- En las crisis capitalistas se desata una epidemia social que al margen de los intereses el capital es absurda e inconcebible: la epidemia de la superproducción. No es que se produzcan demasiados medios de subsistencia en proporción a la población existente. Al revés. Lo que realmente ocurre es que se producen pocos para garantizar una existencia digna a la población. No es que exista un exceso de consumo. Más bien, impuesto por las relaciones de apropiación de la riqueza entre el capital y el trabajo asalariado, se condena a la inmensa mayoría de la humanidad al subconsumo. Lo que ocurre es que se produce periódicamente demasiada riqueza bajo sus formas capitalistas antagónicas, existe «superproducción» sólo para los intereses de revalorización del capital.

La superproducción que caracteriza a las crisis capitalistas no es absoluta, sino sólo relativa. Suele pensarse entre determinados sectores de la izquierda que el capitalismo impone un «frenesí productivista». Y se tiñe de «anticapitalismo» la oposición frontal al «productivismo», al desarrollo sin límites de las fuerzas productivas. La realidad es exactamente la contraria. El régimen capitalista es un obstáculo para la expresión plena de la capacidad productiva de la humanidad, mientras que ésta puede y exige más “productivismo”, una mayor producción de bienes de uso y consumo. Lo exige porque jamás se ha producido tanto como para satisfacer las necesidades materiales del conjunto de la humanidad, cuanto más para garantizar el grado de bienestar general que el actual desarrollo de las fuerzas productivas permitiría. Puede hacerlo porque alberga potencialmente la capacidad de multiplicar la producción. Las fuerzas productivas pueden desarrollarse mucho más allá de lo que ahora lo hacen, la población con capacidad de trabajar, y de hacerlo en las condiciones más productivas, es mucho mayor de la que hoy se emplea de forma efectiva.¿Qué ocurre entonces? Que el régimen de propiedad del capital -las condiciones tanto económicas como sociales y políticas que impone- es una traba para el desarrollo de la humanidad. Tal y como plantea Marx, «lo que sí ocurre es que se producen periódicamente demasiados medios de trabajo y demasiados medios de subsistencia para poder emplearlos como medios de explotación de los obreros a base de una determinada cuota de ganancia. Se producen demasiadas mercancías para poder realizar y convertirse en nuevo capital, en las condiciones de distribución y consumo trazadas por la producción capitalista, el valor y la plusvalía contenidos en ellas, es decir para llevar a cabo este proceso sin explosiones constantemente reiteradas. No es que se produzca demasiada riqueza. Lo que ocurre es que se produce periódicamente demasiada riqueza bajo sus formas capitalistas antagónicas».

Frente a la concepción dominante de que el capitalismo espolea un «consumismo desenfrenado», la realidad es que el dominio del capital no puede existir sin imponer el subconsumo -una capacidad de consumo muy por debajo de lo que el desarrollo general permitiría- para la inmensa mayoría de la humanidad.

Para la producción capitalista sólo existe el objetivo de revalorizar el capital multiplicando las ganancias. Y por la naturaleza de las relaciones entre capital y trabajo asalariado -que provoca una determinada apropiación y distribución de la riqueza-, el incremento y revalorización del capital sólo puede producirse reduciendo la parte de la riqueza social que corresponde al trabajo.

Aunque el salario real -es decir la cantidad de mercancías que realmente puede adquirirse con el salario- crezca -es imposible que no sea así, dado el desarrollo de las fuerzas productivas-, el salario relativo -es decir la proporción de la riqueza social que revierte en el trabajo- siempre decrece en relación con la que se embolsa el capital. Y no puede ser de otra manera bajo el régimen de producción capitalista.

Aquí radica el subconsumo -en relación a la capacidad de producción de mercancías- que necesariamente impone el capitalismo.

La producción capitalista es esencialmente una producción para la acumulación de capital, no una producción para el consumo. Por eso durante las crisis el proceso de producción no se paraliza donde lo exige la satisfacción de las necesidades sociales, sino allí donde lo impone la realización de la ganancia. Se elimina el capital «sobrante», se destruyen fuerzas productivas, con el único objetivo de restablecer la tasa de ganancia admisible para el capital, y no con el de “regularizar” el consumo.

III.- Las crisis capitalistas sólo pueden resolverse mediante la destrucción del capital «sobrante», provocando con ello una nueva distribución del restante, a la par que conquistando nuevos mercados y explotando de forma más intensa los ya existentes. Lo que implica un salto en la concentración del capital y el poder político.

Agudizando con ello todas las contradicciones de clase que alberga el capitalismo. Tanto entre la burguesía y el proletariado como entre las diferentes burguesías -y sus diversos sectores- entre sí. Culminando en convulsiones políticas y militares cuya intensidad depende de la profundidad de la crisis.

La única salida posible para las crisis capitalistas es proceder a una destrucción en masa de capitales y de fuerzas productivas, hasta el grado donde se recupere la tasa de ganancia y pueda volver a iniciarse un nuevo ciclo de revalorización del capital.

Las crisis capitalistas se expresan primero en una contracción del comercio y en quiebras financieras.

Se destruye capital productivo –el único que está ligado a la producción de nuevos valores-, y eso golpea al resto de capitales, que en última instancia obtienen sus beneficios de haber “comprado” una participación en las ganancias futuras del capital productivo.

La necesidad de desarrollar permanentemente las fuerzas productivas exige transformar en capital ingentes sumas de dinero, lo que otorga un peso especial al capital financiero. A través del crédito y el interés, éste obtiene el “derecho” a embolsarse parte de la revalorización del capital.

La paralización del proceso productivo que provocan las crisis se plasma en una interrupción de la cadena de las obligaciones de pago, en una depreciación de los títulos de crédito que dan derecho a participar en las futuras ganancias… en una quiebra financiera.

En lo periodos de crisis, el capital impone su mando sobre el trabajo para cargar sobre él sus pérdidas.

La destrucción de fuerzas productivas hace descender drásticamente las condiciones de vida del proletariado y el pueblo. Los capitalistas quiebran, reducen su plantilla o disminuyen la jornada laboral. Millones de obreros son despedidos, convertidos en mano de obra superflua, o deben aceptar drásticas rebajas salariales. El capital intenta compensar el descenso en la tasa de ganancia intensificando la explotación.

En un momento donde el capital irremediablemente está condenado a cosechar pérdidas, el capital reclama para sí una parte todavía mayor de la riqueza social. Ahondando el abismo social entre el capital y el trabajo.

Las condiciones más draconianas se imponen sobre los trabajadores y una auténtica “crisis humanitaria” se abate sobre la sociedad.

Cuando se trata de repartir las pérdidas el antagonismo -tanto ínter monopolista como ínter imperialista- se eleva a un grado máximo. Cada burguesía, y cada sector dentro de ella, hace uso de su fuerza –no sólo económica, sino también política y militar-, de las posiciones y ventajas adquiridas, del control de determinados mecanismos e instituciones del capitalismo mundial, para provocar un «reparto de las pérdidas» muy desigual.

Unos capitales desaparecerán -arrojados a la quiebra o engullidos por otros-, otros menguarán, otros traducirán sus menores pérdidas en un salto en la jerarquía…

Una feroz batalla que concluye de forma inevitable en una importante aceleración de la concentración de capital y poder político inherente al capitalismo.

La necesidad de conquistar nuevos mercados va a conducir durante el siglo XIX a una aceleración de las conquistas coloniales, y a guerras entre las diferentes potencias por su control. Una vez que, entrando en la fase imperialista, el mundo está completamente repartido, este antagonismo se traducirá en guerras imperialistas por un nuevo reparto del mundo.

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